La eficacia es un valor muy apreciado y reconocido en nuestra sociedad, más aún si va ligada a la inmediatez; el fármaco recetado por el doctor aliviará el dolor, determinada “app” optimizará el hallazgo del producto al mejor precio…
No obstante, en el ámbito educativo descubrimos unos parámetros distintos, alejados del frenesí con el que habitualmente resolvemos nuestros contratiempos y problemas. Estos parámetros configuran el marco de un proceso educativo único para cada persona. Independientemente de la edad del alumno, la dificultad que presente o la frustración de las expectativas creadas, demandará de una atención y seguimiento sosegado. Querría destacar tres ingredientes: la paciencia, la confianza y la generosidad.
Nuestros alumnos precisan de un tiempo determinado para crecer, adquirir habilidades, afrontar nuevos retos… Así como la gestación de un bebé no puede acortarse ni alargarse dentro de un proceso madurativo común, el proceso educativo requiere de un ritmo determinado. Temas tan dispares como la adquisición de hábitos, técnicas de estudio o de metodología, aprendizaje de idiomas, interiorización de valores, mecanización operativa matemática, comprensión lectora, capacidad de síntesis… requieren de un aprendizaje paciente basado en la constancia, en el “ensayo/error”, en la autocorrección y autocrítica, en definitiva, en un análisis sereno para que este madure.
La confianza en el proceso educativo también resulta fundamental. No solamente hacia la persona la cual es el objeto principal sino también en la confianza hacia los profesionales que velan por ella. A menudo confiar significar dejar en un cajón las propias expectativas creadas, aparcar los propios criterios y depositar en un tercero nuestras esperanzas. No es tarea fácil cuando se trata de nuestro hijo y la dificultad concreta nos desborda, quizás afectando hasta la propia vida privada. No obstante, el consejo prudente, la experiencia avaladora y la reflexión profunda determinan los pasos marcados a seguir hacia adelante, aunque el horizonte no se vislumbre aún con claridad. Recuerdo el caso de una antigua alumna que empezó 3º ESO. El curso que se le presentaba por delante lo creía inalcanzable; cambio de centro, de metodología, de compañeros, profesores, irrupción de la adolescencia… En los momentos de flaqueza la ayudamos a sostenerse, durante los desánimos la escuchamos y guiamos, consensuamos con la familia las prioridades cotidianas, nos mantuvimos firmes en los momentos que exigían determinación… Hace un par de años se graduó en Bachillerato satisfecha consigo misma y lista para afrontar una nueva etapa.
Por último, la generosidad. Se trata de nuestra implicación personal. El acto educativo necesita de esta implicación para ponerse en marcha. Pero, ¿hasta dónde estoy dispuesto a involucrarme? A veces la generosidad requiere de sacrificios personales, de prioridades o de renuncias a favor de un bien mayor, al servicio del prójimo. Ya nos lo dice el evangelio: “si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12, 24).
Escojamos pues cuidadosamente estos ingredientes principales para una lenta pero segura cocción.
Albert Giménez Sendiu
Jefe de estudios ESO- Colegio Abat Oliba Loreto