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Hoy en día parece haber un consenso a nivel educativo. Vivimos una época de urgencia, donde se respira una preocupación generalizada por cómo educar porque vemos que algo falla. Y numerosos artículos, blogs y vídeos que abordan distintos temas relacionados con la educación lo corroboran. Nunca antes nos habíamos formado tanto para la educación de nuestros hijos y, sin embargo, cada vez tenemos más incertidumbre ante determinadas situaciones.

Pensaba en mis padres. Diría que jamás han abierto un libro buscando respuestas a las dudas que, inevitablemente, surgían de la relación con sus hijos. Que nos preocupemos o que no sepamos siempre por dónde tirar cuando nos encontramos en una situación de conflicto con nuestros hijos no es nada nuevo; a mi parecer es, incluso, natural y bueno. Natural porque no somos perfectos y no tenemos respuesta y solución para todo; bueno en tanto que permite juzgar nuestras actitudes y las de nuestros hijos y, por lo tanto, construir una relación que nos permita educarles.

La novedad radica en que ahora nos consideramos incapaces de apelar al sentido común, como si se hubiera desvanecido repentinamente y no nos quedase más que los consejos que algunos expertos, con la mejor de las intenciones, abocan en los decálogos del buen padre que parecen inundar las estanterías de nuestras casas.

Y yo me pregunto, ¿dónde quedan nuestras experiencias como hijos? No sería capaz de contar cuántas veces escuché un “no” de mis padres y demás adultos con los que conviví. Ahora parece que se ha convertido en una palabra tabú, evitada por ser la causante de la frustración de los más pequeños (y no tan pequeños) y de su sufrimiento. Y lo es, pero eso no lo convierte en algo eludible, más bien todo lo contrario. Cada vez que decimos que no a nuestros hijos lo hacemos con criterio y con la intención de ayudarles a hacerse mayores, a saber, qué es bueno y qué no les conviene, e incluso qué esperamos de ellos. Y todo esto es precisamente lo que les ayuda a mejorar, a superar sus miedos, a aceptar y entender sus limitaciones. A crecer.

Por eso tenemos la obligación de ser una autoridad para ellos. Y me parece importante centrarnos un momento en esta palabra, porque tendemos a entender la autoridad como algo negativo, una imposición sin sentido que sólo puede ser perjudicial para el otro. Debemos rescatar el significado original de autoridad, que es lo que tiene quien hace crecer a otro, que le acompaña para guiarle hacia el bien.  Y no nos engañemos, nuestros hijos nos necesitan así, firmes pero cariñosos, seguros de lo que proponemos y evidenciando en cada gesto y en cada palabra que les queremos y que por ello les diremos que no cuando sea necesario. No tengamos miedo a negarles lo que no nos parece bien, aunque sepamos que eso les ocasionará un dolor necesario que les hará crecer. Nuestros hijos no dejarán de querernos por ello, al contrario, nos lo acabarán agradeciendo igual que agradecemos nosotros a nuestros padres todo lo que nos negaron por un bien mayor.

Me gustaría acabar con una cita de un educador italiano, Franco Nembrini, que nos da esperanzas en esta ardua tarea que es la educación: “Parece que nadie es capaz de hacer de padre, nadie es capaz de hacer de madre, al primer problema recurrimos a un experto: entregamos la relación educativa en el colegio y en la familia a los expertos. ¡Parece que hay que tener tres carreras para criar a un niño! Basta de historias, sois los mejores padres posibles para vuestros hijos.

 

Mireia Ventosa – Profesora Colegio Abat Oliba Loreto.