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Estos días dan pie a gustar de la lectura, alimento del alma. Sin tanto ajetreo se puede dedicar tiempo a este ejercicio exigente e indispensable, que desarrolla la virtud de la paciencia por su ritmo pausado. Este, al menos, es mi caso. Estoy aprovechando para releer varias obras, entre otras, La leyenda del santo bebedor de Joseph Roth.

El protagonista de la novela, Andreas, es un vagabundo que vive bajo los puentes del Sena y al que un día un hombre le regala doscientos francos a cambio de que se los devuelva a la imagen de santa Teresita de Lisieux de la iglesia de Sainte Marie des Batignolles. Desde ese momento, la vida del errante se centrará en cumplir su imposible compromiso. 

Recuerdo el libro con gran devoción; sobre todo porque me trae a la memoria mi recorrido como estudiante por este colegio, donde aprendí una de las cosas más esenciales de esta vida. Por eso para mí es necesario mencionar las clases que impartía un sacerdote y que no dejaban indiferente a nadie, al mostrar con precisión quirúrgica una prodigiosa memoria para citar páginas y párrafos selectos. Si no llega a ser por ese docente apasionado por la literatura habría reducido la  historia a una oda a la bebida, cuando realmente profundiza en algo importantísimo, aunque despreciado hoy en día: la dimensión espiritual del hombre. La lectura me ha permitido conocer más mi condición de creatura, es decir, advertir la debilidad de mi propia voluntad. Como dijo muy bien san Pablo hace ya unos cuantos años: «aun queriendo hacer el bien, es el mal el que se me presenta» (Rm 7, 21).

En todas las páginas persiste la constante del milagro, la necesidad de que le suceda algo extraordinario al protagonista para poder cumplir de una vez su propósito. Y, ¿qué hay más extraordinario que las palabras del pregón pascual que recogen el gran acontecimiento de la Resurrección de Cristo? “Ésta es la noche en que, rotas las cadenas de la muerte, Cristo asciende victorioso del abismo. ¿De qué nos serviría haber nacido si no hubiéramos sido rescatados?”.

Incluso en estos días tan peculiares se esclarece todo a la luz de este gran Misterio. Todos, como comunidad educativa, tenemos la responsabilidad de mirar a nuestros alumnos, a nuestros hijos, pero también de mirarnos entre nosotros, los adultos, con la esperanza cierta de que merece la pena vivir en cualquier circunstancia y modalidad, ya que nos son dadas por Dios. Tan solo una mirada. Parece tarea sencilla, pero necesitamos los unos de los otros para acompañarnos y sostenernos en este largo y apasionante camino. Quiera Dios que en él podamos decir, como Andreas: “Acaba de sucederme otra vez algo sorprendente”. ¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!

Daniel Cerrillo – Tutor de Primaria