Hace un par de semanas llegó a mis manos un artículo sobre educación, el cual, al inicio de sus líneas, lanzaba la siguiente afirmación: “La verdadera igualdad consiste en tratar desigualmente a quienes son desiguales”. Es una frase que, bien pudiendo pasar desapercibida, hizo que me detuviera y la releyera varias veces, despertándome la inquietud de indagar sobre ella.
En primer lugar, me pareció una clara invitación a vivir la justicia, hábito por el que se da a cada persona su derecho. Si aplicamos esto al proceso educativo (en el que estamos implicados tanto padres como maestros), nos encontramos con que es nuestro deber ayudar a cada hijo o, en su defecto, a cada alumno, a alcanzar su máxima potencialidad como personas, teniendo en cuenta sus habilidades y capacidades.
Esto nos lleva al segundo punto. No podemos obviar que el tratar a cada uno como le corresponde, pasa por respetar la esencia del otro y por reconocerle el derecho a ser él mismo. Esto implica una donación y entrega que sólo es posible si está basada en el amor. Así, la justicia necesita del amor, que de forma natural se encuentra en el seno de la familia. Explica el Papa Francisco que el amor del padre y de la madre por separado hacia los hijos, así como el amor entre ellos, es el nido de amor que acoge y fundamenta la familia. Así pues, sólo es posible educar en lo que es justo para cada uno si la relación está edificada sobre el amor.
Partiendo de estas dos premisas, derivan aspectos prácticos que nos pueden dar algunas claves (aunque en ningún caso una fórmula magistral) para ayudar a nuestros niños a desarrollarse en su máxima potencialidad.
Afirmar que todos los hijos o todos nuestros alumnos son distintos, es algo que todos tenemos ocasión de comprobar. Por ello, podríamos partir del hecho de que a todos nuestros hijos o alumnos les deberíamos presentar los mismos bienes como metas. Ahora bien, dando un paso más, la educación debería concretarse y personalizarse en cada uno de ellos.
Entonces, ¿de qué manera podemos personalizar la educación? Principalmente, conociendo a quién tenemos delante. Si queremos dar a cada uno lo que le corresponde, no hay otra manera de hacerlo que, dedicándoles el mayor tiempo posible, con la mayor intensidad que seamos capaces. Pasamos por alto en muchas ocasiones que, a pesar de que los niños no reclamen atención del adulto, necesitan saber que el adulto está ahí. Pues de esta manera se sienten seguros y felices de sentirse acompañados.
Si somos capaces de (por lo menos intentar) dedicarles el tiempo suficiente, seremos capaces también de descubrir aspectos tan simples e importantes como sus talentos, sus limitaciones y defectos. Aún más: si queremos saber lo que realmente piensan y sienten, los adultos tenemos que entrenarnos en saber estar con ellos y saberles escuchar. Y en muchas ocasiones basta con atender sus silencios, interpretar sus miradas, ofrecerles una palabra de ánimo o una sonrisa de complicidad, para ir desvelando quién se encuentra tras esas pequeñas personas que tenemos delante.
Es el momento ahora de sacar a relucir uno de los aspectos que más dificultad nos puede suponer como tarea de educadores, centrándonos sobre todo en la misión que tenemos como padres: aceptar a los hijos tal y como son. Nos asaltan aquí tentaciones como que nuestros hijos estén hechos a nuestra medida, o que nos proyectemos a nosotros mismos en ellos. Es por ello esencial partir de que el pilar de nuestra relación con los hijos sea el de una aceptación sin condiciones, fruto de nuestro amor incondicional hacia ellos. De esta manera sabremos desde dónde partir y podremos fijar dónde es posible llegar con cada uno de nuestros hijos (y alumnos). Podremos fomentar lo bueno que hay en ellos, y ayudarles a afrontar los talentos que no han recibido.
Si bien es cierto, tenemos encomendada como educadores una tarea nada sencilla. Pero como dice el psicólogo Nacho Calderón en uno de sus artículos: “¿Conocen algo que merezca la pena y sea fácil?”. Es comprometido, exige esfuerzo, sacrificio y don de sí. Pero nuestros hijos y alumnos aprenden lo que es el amor a través del ejemplo que les ofrecemos, y amarán en la medida en que han sido amados. Atrevámonos juntos a mirarles como lo que son: seres únicos e irrepetibles.
Marta Rincón- Psicóloga Colegio Abat Oliba Loreto