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Después de una semana de exámenes trimestrales ha ido resonando en mi cabeza, mientras corregía legajos infinitos de preguntas de Historia, “la letra con sangre entra”. El refranero, que es sabio por viejo, pero también un poco por diablo —mala sombra no le falta— recuerda de forma macabra que el aprendizaje no es gratis. En nuestro colegio se dice mucho que el esfuerzo es vital para poder aprender; al fin y al cabo, la vida y el conocimiento son riquezas que hay que saber atrapar, y a veces hay que correr cuesta arriba sin ver la cima.

Afortunadamente, a la sangre no ha llegado ningún alumno, pero en esta semana estresante sí que se ha visto sudor y alguna que otra lágrima. ¡Alumnos esforzados, que no hay nada mejor! Tras corregir mi último examen, he recordado una anécdota de María de Maeztu, que, en una conferencia sobre educación, a principios de siglo XX, dijo: “Es verdadero el dicho antiguo de que la letra con sangre entra, pero no ha de ser con la sangre del niño, sino con la del maestro”. Esto no anula la necesidad de esfuerzo del alumno, sino que recuerda la del profesor, no seríamos quién para recomendar el esfuerzo si no fuéramos exigentes con nosotros mismos.

En la sala de profesores se palpa el ambiente de estudio. Cada uno a su manera, se va formando diariamente, estudiando e investigando sin parar. Carrera de fondo como pocas, educar implica haberse educado antes. Ese antes nunca acaba, las edades de los profesores son dispares, pero cada uno va leyendo y releyendo, probando nuevas técnicas didácticas y discutiéndolas con otros compañeros. Quisiera frenar este elogio a mí y a los míos, porque sé que esta pasión por formarse tiene una incidencia limitada en los alumnos. A ellos les llega un porcentaje menor, no desdeñable, pero menor.

Pero lo mejor de todo es que no sólo aprenden de lo que nosotros decimos en el aula o de lo que hemos trabajado. Hace unos meses me topé con un alumno estresado con la asignatura X. Intenté entenderle, o mejor, intenté hacerle entender que el esfuerzo iba a ser inevitable. Tras una conversación, más o menos larga y más o menos inútil, el chico reconoció. “a mí me gusta esta asignatura cuando me la explica mi padre”. No me cabía duda de que hablaba en serio, 18 años tenía la criatura, pero es que la primera escuela es la familia, y no se olvida.

Casi después de una semana del día del padre, tendríamos que agradecer a todos los que hacen más interesantes las cosas del colegio, porque los padres —las madres, también— hablan ex cathedra, tienen esa merecida autoridad que les da el cargo. Los alumnos, aunque no les guste reconocerlo, veneran esa sabiduría porque les es familiar, nunca mejor dicho. Cómo no iban a venerar también el esfuerzo que ven cada día en casa. Quizá no se les contagie inmediatamente, pero acaba haciendo mella. Si la familia es la primera escuela de tantas cosas, también lo es del esfuerzo.

Lejos de sumar presiones sobre nuestras espaldas, la prédica con el ejemplo simplifica las cosas: no se trata de qué hago con el niño, se trata, antes, de saber qué he hecho conmigo mismo. El ejemplo nunca es la meta, pero funciona igual en quien lo contempla. Cada uno, profesor o padre, tiene sus quehaceres, y quiere cumplir de la mejor manera posible, llegar lo más lejos que las circunstancias le dejen. Porque no vendemos humo:  no hay martirio sin paraíso, y no tiene sentido el esfuerzo si el camino no termina en la cima y, después, a contemplar las vistas. Y los más jóvenes, que miren, que aprendan, y que se pongan en marcha, su cima les espera.

Jaime Pérez- Profesor de Historia- Colegio Abat Oliba Loreto