El filósofo ateo Jean Paul Sartre escribió, en una de sus obras teatrales, A puerta cerrada, que ‘el Infierno es el otro’. En su obra, los tres protagonistas están muertos y han sido confinados en una sala del infierno. Únicamente gozan de la compañía del otro y de su mirada, lo que termina por resultarles asfixiante e insoportable. Al cabo de un tiempo, llegan a la conclusión de que cada uno de ellos es el verdugo de los otros dos y que el verdadero infierno que vive el hombre son ‘los demás’.
No hay mayor falacia que esa pues el infierno es, precisamente, no poder mirar al otro, no poder contemplar nunca el corazón de quién tienes al lado. De alguna manera, durante este tiempo de confinamiento, nos podemos haber encontrado, en más de una ocasión, frente a esta incapacidad que lleva indiscutiblemente a la soledad y al infierno, por muy rodeado de gente que estés. Esto me ha hecho recordar, una vez más, que soy feliz en la medida en que puedo amar al otro, en que puedo donarme sin reservas, ni tiempos. Así de sencillo.
Hace unos días, buceando en Internet, me encontré con un post titulado Cómo hacer feliz a tu hijo para toda la vida. Despertó mi curiosidad eso de ‘para toda la vida’ y leí las siete claves que este psicólogo ofrecía (dale mucho amor, dale responsabilidades, no le faltes al respeto, etc.) Todo lo que decía me parecía interesante, pero pensé que faltaba algo fundamental, así que me pregunté: “Si un alumno, el día de mañana, me dijera: ¿qué tengo que hacer para ser feliz?, ¿qué le diría?”
Yo solo conozco una receta educativa para la felicidad, y es el amor. Sartre se equivocaba. El infierno no es el otro, sino la incapacidad de amar al otro lo que te traslada a ese estado. En el prójimo, justamente, está la llave que nos abre la puerta del cielo, y de la felicidad. Porque la verdadera felicidad en este mundo es amar a Dios. Y, ¿cómo podemos amar a Dios? Amando al prójimo, porque el otro es Cristo.
Beatriz Zanón – Tutora de Educación Infantil